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domingo, 21 de agosto de 2011

Gato animado y vacaciones

 ¡Nos vamos de vacaciones! Así que os dejo con este curioso gato, que, aunque parezca de lo más normal, si pinchas encima, tiene sorpresa.

Feliz semana a todos y ¡nos vemos a la vuelta!

Esperemos que, para entonces, Madrid se haya calmado un poco de peregrinos, la JMJ, policía que se dedica a golpear sin sentido a cualquiera y, hasta con un poco de suerte, la crisis se habrá acabado y todo será fácil y sencillo para buscar trabajo. Por si esto no sucede, no os dejeis de pasar por aquí y poner vuestros comentarios y así compensar un poco la decepción ;)


P.D. El gato lo ha hecho Crislas, gracias por la cesión de los derechos (por cierto, si lees esto, tengo tu orla)

viernes, 19 de agosto de 2011

Escritora


Lucía caminaba deprisa. El frío de diciembre le hizo encogerse aún más y escondió la nariz detrás de la bufanda. Sacó la mano del bolsillo del abrigo que se le congeló antes de alcanzar el pomo de la puerta a pesar de que llevaba guantes. Entró rápidamente a la biblioteca y disfrutó durante unos segundos del calor del interior. Escuchó el silencio que le ofrecía la estancia. Le encantaban sus techos altos, su aire intelectual y algo renacentista. A esas horas, los estudiantes aún no habían asaltado las muchas mesas de madera y se respiraba un ambiente muy tranquilo. Se dirigió hacia una de las interminables estanterías que eligió al azar y paseó por entre los pasillos ojeando todos aquellos libros que le llamaban la atención. El color, el tamaño, la textura… incluso el olor. Leer era su pasión y pensó que después de 36 años de vida no conocía nada que se pudiera comparar a una buena novela. Una chica joven pasó a su lado y se le quedó mirando. Prosiguió con la lectura que había escogido. Una de intriga. Le encantaban las intrigas.  
Miró por la ventana y se dio cuenta de que había empezado a nevar. Le gustaba el blanco y pensó que sería precioso que todo se cubriera de ese color. Se dirigió al mostrador. Quería llevarse el libro que tenía en las manos y salir a disfrutar del espectáculo. El señor la sonrió mientras le cogía el carnet y le dijo que por qué se llevaba su propia novela. Lucía le devolvió la sonrisa y le sacó de su error. “¿No eres Lucía Alonso?” Le dijo que sí, pero que era casualidad y que era un apellido muy común. Él la miró extrañado pero sólo le recordó que tenía dos semanas para devolverlo mientras ella se marchaba abrochándose el abrigo.

Abrió la puerta y el aire helado le golpeó en la cara. Anduvo hasta el parque Miramar, apenas a unas manzanas de allí. Por el camino pensó en cómo era posible que el bibliotecario hubiera pecado de iluso con un nombre y un apellido tan normales. Se acercó al pequeño lago. Ya eran casi las 10 de la mañana y, a pesar del intenso frío, varias personas habían decidido salir a la calle a hacer sus recados o a ver cómo la nieve empezaba a cuajar en algunos árboles y jardines sin pisar. Una mujer de unos cuarenta y muchos miraba los patos y cuando vio a Lucía se acercó y le soltó una retahíla de palabras que apenas pudo procesar por la gran velocidad en que fueron pronunciadas: “Lucía…tu novela…la tele…fantástica…”
Lucía comenzaba a asustarse. Abrazó el libro que llevaba en las manos y salió corriendo. Se paró en una calle estrecha por la que no pasaban coches ni tampoco apenas gente. Apoyó su espalda en la pared y comenzó a leer con avidez las palabras y las frases del libro. Su aspecto debía de ser enfermizo, pero por más que lo intentó no recordó nada. Siguió andando en automático y mirando hacia los lados. Empezaba a darse cuenta de que no recordaba apenas nada de lo que había sucedido los días anteriores. Todo era confusión en su mente. No sabía quién era, ni a qué se dedicaba, ni dónde vivía, no sabía dónde iba. Se sentó en el suelo y metió la cabeza entre las manos. ¿Qué podía hacer? Alzó un poco los ojos y vio a un chico de su edad aproximadamente que la observaba desde arriba detrás de sus gafas. “Tú eres Lucía Alonso ¿verdad? La escritora”. Ella no sabía qué decir, por lo que se quedó mirándole un instante hasta que él se disculpó y siguió su camino, un poco avergonzado.  Lucía le siguió con la mirada mientras se marchaba por la calle.

Pasaron unos minutos y se dio cuenta de que sus manos empezaban a congelarse. ¿Qué hacía allí? No se acordaba por qué se había sentado. Cogió el libro que tenía en su regazo y se apresuró a llegar a la biblioteca. Tenía que ir a devolverlo o le pondrían una multa. Por el camino, una chica joven la miró descaradamente, como si la conociera. Lucía no le dio importancia y siguió su camino.

lunes, 15 de agosto de 2011

Bello


Movió unos milímetros el reloj de madera de arce que había en su mesita de noche. Le gustaba que cada objeto estuviera perfectamente colocado en su lugar. Abrió la parte de la izquierda del enorme armario de la habitación y eligió detenidamente una de las decenas de camisas blancas que poseía. Todas se encontraban colgadas y ordenadas por colores. En la parte inferior, los cajones escondían perfectamente colocados los distintos accesorios y complementos. Escogió unos bóxers, cinturón y pañuelo. Después deslizó un poco la puerta corrediza hasta dejarla a la mitad. En ese otro espacio se encontraban los pantalones, cada uno en una percha prendidos de la parte superior. El orden allí era sin duda intachable. Y en la parte inferior, dispuestos por pares, los zapatos aguardaban su turno de ser escogidos. Cerró su parte del armario, más allá ya estaban las cosas de María y aún no se atrevía a mirar. Se vistió de forma detenida y pulcra sentado en una cómoda banca a los pies de la cama de matrimonio. El gran espejo que tenía delante, en la puerta del gran armario, le permitía controlar cada uno de sus movimientos. Estiró la colcha blanca para que no quedara ni una arruga por el apoyo momentáneo de la ropa y salió al pasillo. Cogió una chaqueta del guardarropa que había allí y bajó las escaleras.
La cocina era una de las partes que más le gustaba de la casa. En forma rectangular, el centro estaba ocupado por una gran encimera de mármol gris con una cocina de tres fuegos. Alrededor había cuatro sillas altas para poder hacer un almuerzo rápido o para desayunar. A un lado, una buena cantidad de armarios escondía cualquier rastro de cacharro o comida, al otro, los electrodomésticos estaban totalmente camuflados. La tercera pared era un fregadero con cuatro griferías y, sobre esto, un gran ventanal al jardín desde el que se podía ver cuando hacía buen tiempo cómo se bañaban los niños.
Preparó el café de cada mañana y, aunque usó la cafetera pequeña como era habitual, le sobró la mitad. Con la taza en las manos se dirigió al salón, al que se accedía por una enorme bóveda que ocupaba casi por completo una de las paredes. Se sentó en uno de los lados de su sofá en forma de L y prendió el televisor. No tardó demasiado, sin embargo, en volver a apagarlo pues todas las noticias eran trágicas y él no quería escuchar nada así en esos momentos.
Las muertes de la televisión eran frías, sórdidas, violentas, sangrientas. Feas. ¿Por qué tenían que ofrecer imágenes tan desagradables de cuerpos mutilados, heridos? Él pensaba que si la “tele” ofreciera contenido más bello, el mundo sería muy diferente. La belleza era su gran obsesión. Trabajaba en un estudio de arquitectura y su labor consistía principalmente en eso, en crear, en decorar de la forma más hermosa posible. ¿Por qué la vida no podría ser así siempre? La naturaleza escondía mucha belleza pero en contrapunto también contenía mucho horror, ¿tan utópico y extraño resultaba querer un mundo que sólo conservara lo estético? Su casa era un reflejo de ese deseo. La había diseñado hacía tres años y todo era exactamente como él deseaba. Había pensado cada detalle, había medido y planificado cada rincón. Allí se había mudado con María, su esposa y allí habían tenido a los mellizos hacía casi dos años y medio. Ellos también eran ejemplo de su anhelo. Qué hermosos, qué lindos eran los tres, quería conservar ese recuerdo siempre.
Acabó el café y se dirigió de nuevo a la cocina por el mismo lugar por el que había venido. Hacía buen tiempo, así que abrió un poco las cristaleras y un viento cálido le golpeó en la cara al tiempo que se paraba unos segundos a disfrutar de las preciosas vistas. A lo lejos, las montañas ya habían perdido toda la nieve peso nada de su encanto, un poco más cerca, el pequeño pueblecito con sus tejados en forma de V al revés y luego, el gran jardín con piscina y la terraza con sus mesas y sillones. Posó la taza en el fregadero sin pararse a limpiarla. Debía irse o llegaría tarde. Pero antes de marcharse, decidió echar un último vistazo a su reciente obra de arte. La nevera estaba cubierta por una de esas puertas correderas de madera que tuvo que descorrer primero. Después la abrió suavemente y sonrió. Los tres estaban allí. Para siempre. Tan perfectos.

viernes, 12 de agosto de 2011

Ocho

La puerta principal se abrió y un viento helado se coló al interior durante unos segundos. El reloj de pared marcaba las 10 y 20 de la mañana. Era el primer cliente del día. Atravesó el viejo suelo de baldosas blancas y negras en unos pocos pasos. Era un local pequeño, un poco oscuro, con tres sillas pegadas a la pared para esperar. Al frente, un gran espejo ocupaba gran parte del espacio junto con una gran mesa de madera y mármol con una cajonera. Diversos artilugios se disponían sobre la misma: una palangana vacía, unas brochas, dos peines, algunos frascos a medio usar… La barbería conservaba incluso dos sillones anticuados que habían sido reformados pero que aún reflejaban ese estilo un poco anticuado que se apreciaba en todo el salón.

André aún tardó unos minutos en terminar de limpiar todos sus utensilios, pues, aunque lo hacía de forma ágil, poseía esa necesidad de perfección que obsesionaba a todos los de su profesión. Llevaba pantalones marrones y una sobrecamisa blanca. No era muy conversador, pero desde que había visto entrar a Mariano se había sentido contento. Era la octava semana consecutiva que acudía a su negocio. Su octava visita. Hizo que se sentara en el sofá y preparó con cuidado la espuma mientras comentaba con el hombre los resultados de las últimas reformas que había hecho el alcalde en la plaza del ayuntamiento. La suya era una ocupación poco valorada y sólo mantenida en algunos pueblos pequeños como aquel. Abrió un cajón en el que estaban alineadas un buen número de navajas y las observó durante unos segundos eligiendo una de tamaño mediano y mango negro. La desplegó con mucho cuidado después de untarle el mejunje en la cara hasta que quedó completamente cubierta. Con movimientos precisos, hizo que la navaja eliminara cualquier rastro de vello hasta que, cuando apenas quedaban unas pocas pasadas, la hundió un poco más de lo preciso en el cuello y mató al hombre.

 Cuando André abrió la puerta del almacén, un fuerte olor a podrido inundó el ambiente por lo que se instó a sí mismo a no demorarse en arrojar dentro el cuerpo y volver al trabajo. Todos eran números ocho.

martes, 9 de agosto de 2011

Gemelos idénticos

Masticó despacio el último trozo de la tarta de manzana y posó con cuidado el tenedor en la mesa. Pensó que aún tenía un poco de tiempo para llegar a la oficina, así que se reclinó en el respaldo de la silla de madera y cerró unos segundos los ojos. El local era pequeño y ruidoso, con un buen puñado de gente que engullía sus menús del día monótonamente. Ella estaba sola aquella tarde porque su amiga Mónica, que trabajaba en un cubículo gemelo al suyo, tenía cita con el médico.
Estaba cansada, pensó, pero igual se levantó y se puso a andar en dirección a la calle Antusana, a menos de tres manzanas del restaurante. De camino, llamó a Ernesto, con el que apenas cruzó unas palabras, porque el chico le cortó, argumentando que no tenía tiempo para dar explicaciones y colgó. Era un chico complicado, pero Marisa pensaba que era muy bueno, pronto encontraría su lugar en la vida y entonces dejaría de tener ese caracter que mostraba ahora a veces, arisco y poco amigable. Llegó al edificio unos minutos antes de las tres y pasó la tarde envuelta entre papeles.
De vuelta a casa, el atasco la atrapó hasta casi las seis. Suerte que ya no tenía niños pequeños, unos pocos años antes, habría tenido que hacer el recorrido por las clases extraescolares sin poder pasar por casa a cambiarse y luego volver corriendo para empezar el ritual de los deberes y las duchas de los gemelos. Pero ellos tenían casi 19 y a pesar de lo iguales que eran físicamente, Óscar estudiaba desde hacía unos meses en una universidad del sur de Francia gracias a una beca que había conseguido por el club de baloncesto y ya ni siquiera vivía con ellos. Siempre había sabido que quería estudiar Cine. No, los hermanos no podrían ser más diferentes, Ernesto aún no tenía muy claro lo que quería hacer. Había empezado Letras y pronto se dio cuenta de que no era lo que quería, o eso decía él. No había terminado primero cuando lo dejó y ahora esperaba el fin de curso para poder matricularse en otra cosa. Seguramente estaría en casa, como cada día. Abrió la puerta de la casa pero no escuchó a nadie. Se asomó a la habitación de Ernesto y encontró las luces apagadas y al chico durmiendo la siesta. Menudas horas, pensó, pero le dio un beso, al que éste reaccionó revolviéndose, molesto.
Después de cambiarse, Marisa entró en automático a la cocina y terminó de meter un par de platos sucios en el lavavajillas. Miró su muñeca, las 6 y 45. Iba a preparar la cena y la comida del día siguiente de Ernesto, que era el único que comía en casa ahora. Le gustaba su cocina, hacía poco que la había cambiado los muebles y la había pintado. Estaba especialmente orgullosa del mueble del fondo, que tenía una puerta corredera y en el cual se encontraban meticulosamente ordenados sus utensilios de cocina, sobre todo sus cuchillos, que había comprado durante un viaje a Roma y que le encantaban. Se ocupó durante un rato entre sartenes y cazos y de pronto escuchó un portazo en la puerta de casa. El chico debía de haber salido, pero era imposible que no hubiera escuchado a su madre cocinar. Después de un rato notó que le faltaba perejil y cogió el monedero del bolso dispuesta a bajar a comprarlo en el súper de la esquina. Cuando llegó a la calle, el viento frío le golpeó en la cara y trató de esconderse por detrás de la cazadora. Aún era otoño, pero a esas horas ya comenzaba a refrescar.
Dirigió decidida sus pasos pero a medio camino la sorprendió ver a Ernesto entrar solo por la puerta de un local oscuro y en apariencia cerrado. Había mirado hacia atrás antes de traspasar la entrada pero por suerte no la había visto. Su hijito. ¿Qué estaría haciendo allí? Dudó unos segundos, pero al final la curiosidad hizo que empujara levemente la puerta por la que el chico había entrado Sorprendentemente ésta cedió, parecía que la habían cerrado con llave por dentro sin darse cuenta de que tenía un defecto en la parte de abajo y no terminaba de encajar. Tardó unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad y después vio el largo pasillo que tenía ante ella. Escuchó un golpe y buscó donde esconderse. A falta de algo mejor, se pegó a la pared y avanzó hacia una puerta al fondo del pasadizo. Salía una luz tenue y cuando se acercó se dio cuenta de que estaba entornada. Se asomó en silencio y pudo ver entonces a un hombre grande y fornido con el rostro cubierto de sudor y sangre, le costó reconocerle. Una mujer estaba tendida sobre una mesa vieja y manchada también de rojo. Ernesto tenía en sus manos un gran cuchillo de cocina. Tardó unos segundos en darse cuenta de que era uno de los de su colección.

domingo, 7 de agosto de 2011

Luna llena

Te quiero. Te quería. No sé. Ya casi ni puedo acordarme de cuando te conocí. Estabas tan guapa ¿te acuerdas? Ya hace casi un año. Llevabas esa camiseta azul de rayas que siempre me gustó tanto y que acabó tan mal la otra noche. Y tu falda. Y me saludaste. ¡A mí! Qué me habrá visto, pensaba yo. Iluso. Te invité a una cerveza, que poco sexy ¿no crees? Pero tú no querías una copa, dijiste que sonaría a tópico si lo contáramos en nuestra boda. Yo pensé que era un atrevimiento, pero al final llamaría al teléfono que dejaste apuntado junto a tu nombre en el papelito que metiste discretamente en el bolsillo de mi pantalón. Luna. Y decía yo que menudo nombre para una mujer de tu carácter. Porque luego te conocí, y me conociste y nos conocimos.        … ¿Es tan difícil conocer a alguien? Hola, mi nombre es Pascual y soy publicista ¿y tú? No sé, yo lo veo así, pero qué voy yo a opinar si tú has sido mi segunda pareja. Y yo también la tuya. Menuda casualidad, es el destino, esto tiene que ser algo que estaba escrito.             Y pasó el tiempo y bueno, ni bien ni mal, estábamos juntos, nos mudamos juntos, dormimos juntos. Y después que necesitas tu espacio y te fue fácil ocultármelo durante un tiempo. Pero qué esperabas. Y la noche del 23 que te da por confesármelo. Y yo que me río y pongo cara de que no me lo creo. Y tú que me lo quieres demostrar.      Así que el 24 me ves en el bosque esperando contigo a que suceda algo que no entendía. Y llevabas la camiseta azul de rayas. Y yo que te digo lo bonita que estás, y tú que sonríes. Y las 12 que se acercan mientras te pones cada vez más nerviosa. Y tú que te pones a cuatro patas y rompes la ropa. Y yo que te miro sin reconocerte. Y tú que no eres tú. Y yo… que sí, que miro la luna y esta noche está llena.

sábado, 6 de agosto de 2011

Desde mi celda

Lo primero que recuerdo cuando pienso en aquellos días es el olor a café recién hecho por las mañanas. Me despertaba temprano, burlando el calor, y salía a correr junto a Toro, un perro grande y bonachón de raza indeterminada. A veces, se tumbaba en mitad del camino y era complicado convencerle de que se levantara para poder volver a casa.
No eran más de las 9 cuando llegábamos. Desde lejos se veía el gran ventanal del salón, que ya solía estar abierto para que pudiera entrar aire en la casa. Entonces el olor lo inundaba todo. Me quitaba las zapatillas en la puerta y entraba deprisa en busca del café. Esa mañana me crucé con María, que había terminado en la cocina y limpiaba el enorme jarrón que había en la entrada. Me saludó, como siempre, haciendo demasiadas ceremonias.
Después del desayuno, solía ducharme y leía el periódico o hacía algún crucigrama. El verano se preveía largo y además Ana se había tenido que quedar a última hora en Madrid a trabajar, por lo que en la casa sólo estábamos la asistenta y yo. A veces, el día se tornaba eterno, yo no conocía a nadie allí, pues la casa era de los padres de mi novia e iba a ser ese año cuando ella me presentara a sus amigos, a los que, según decía, siempre enseñaba fotos nuestras y estaban deseando conocerme en persona. Poco más de una semana después todo estaba tan limpio que encontré a María buscando algo que hacer sin mucho éxito. Le pregunté si le apetecía ir al cine y, a pesar de su timidez, logró asentir con la cabeza. Era muy joven, le echaba unos 19 años y había contado que venía de Soria.

Cuando estábamos a punto de salir, vi que la chica llevaba la misma ropa que en la mañana. Le pregunté si aún no estaba lista y me dijo que sí, que ya se había duchado. Me quedé pensando y recordé que Ana tenía algunos vestidos que siempre dejaba en el armario de la habitación. Aunque nunca entendí muy bien esa costumbre, me dirigí hacia allí y cogí uno que pensé que le podría valer a María. Lo aceptó a regañadientes, pero diez minutos más tarde salíamos por la puerta.

A partir de entonces, casi todas las tardes íbamos a algún sitio: cenábamos en el puerto o tomábamos algo en el paseo. El pueblo no era muy grande por lo que solía haber un buen ambiente en los restaurantes y cafeterías, que se llenaban sin estar abarrotados. Yo elegía cada día un vestido de Ana y ella conseguía que a la mañana siguiente estuviera limpio y planchado. María estaba cada día más relajada y cuando la besé me devolvió el gesto sin pudor.
Habían pasado más de tres semanas desde entonces y aquella tarde pensábamos coger el coche y llegar hasta un pueblo alejado de la costa que encontramos por internet. Recuerdo que Toro ladraba roncamente mientras yo desayunaba. Cuando acabé el café y subí a ducharme, tropecé con el animal. Estaba tumbado en el hall de la entrada y miraba a María, cuyo cuerpo yacía inmóvil en el suelo. Tenía un golpe en la cabeza que sangraba mucho y a su lado estaba el jarrón que había estado limpiando esa mañana. Lo cogí buscando a mi alrededor algún rastro del asesino y dejando grabadas en sangre las huellas de mis dedos. Fue en ese momento que pude ver cómo Ana me miraba desde el marco de la puerta y luego se alejaba sin dejar mayor rastro de su presencia que sus ojos que me miraban acusadores.   

jueves, 4 de agosto de 2011

Ella

Llegaba pronto. Se bajó de la bici y la condujo por el manillar con ambas manos. La Plaza de España, rodeada de jardines, reunía esa tarde a una multitud de gente diversa desafiando al frío de principios de diciembre. Una pareja se besaba en el jardín, mientras un grupo de adolescentes reía ruidosamente, una mujer paseaba a un perro grande y negro y dos viejos caminaban cogidos de la mano sin cruzar una palabra.

Suponía que tendría que esperar, pero ella estaba allí, sin atender a las leyes no escritas de las citas, por las que las chicas debían de hacerse un poco de rogar. Estaba junto a la farola, sosteniendo todo el peso de su cuerpo sobre un solo pie. La luz estaba encendida a pesar de que aún era temprano. Artificial y amarilla le iluminaba el perfil izquierdo mientras ella centraba toda su atención en un libro que sostenía entre las manos.

No le había visto y aprovechó el anonimato para observarla desde lejos. Vestía una cazadora gruesa y unos jeans. También una bufanda de color rojo y unas botas que le llegaban casi hasta las rodillas. Movía los píes rítmicamente tactactac, al son de una música que sólo escuchaba ella a través de unos cascos.

 Ya casi podía sentir sus labios rozando su boca rápidamente. Casi podía notar cómo le cogía de la mano, cómo le atusaba el pelo para colocárselo mejor. Casi la veía reírse graciosamente mientras cenaban en aquel italiano que sabía que tanto le gustaba. Casi podía disfrutar de aquel paseo después hasta la casa de él.

 Casi. Pero entonces llegó él. Tan alto, tan sonriente. Besó a la chica, la cogió por la cintura y juntos caminaron hasta que sus pasos se perdieron más allá de la calle Princesa.

martes, 2 de agosto de 2011

Fechorías

La luz del fuego iluminaba tenuemente la estancia pero no necesitaba más. Las llamas de la chimenea chisporroteaban rítmica y continuamente. El ambiente, por tanto, era cálido, a pesar de que fuera estaba helando y de que la habitación no era demasiado acogedora. Apenas una mesa y algunas sillas, acompañadas de un pequeño sofá cuyos muelles comenzaban a notarse y donde él estaba sentado en ese momento. Las paredes eran blancas pero estaban manchadas a la espera de una mano de pintura que nunca llegaba.

Dio una nueva calada a su pipa y se dejó embriagar por el sabor de su tabaco. Aquella noche se sentía joven, vital, pensó que podría hacer cualquier cosa que se propusiese. En días como ese, la edad no importaba. Sentía la fuerza de un león, la agilidad de un guepardo.  

En apenas una hora tendría que estar en la calle Magdalena. Había quedado allí con Marlon y Clark, alias que ellos mismos habían inventado, tratando de disimular lo rateros de pacotilla que eran en realidad. Él se hacía llamar Shark y se presumía como líder de la penosa banda. Esa noche, sin embargo, demostrarían de lo que eran capaces. Iban a entrar al Banco del pueblo y se llevarían todo lo que allí hubiera. Llevaban semanas planeando el golpe y nada podría salir mal. Tenían una copia de las llaves necesarias para entrar, habían calculado los tiempos para que no saltaran las alarmas e incluso tenían un plan para evitar ser vistos por las cámaras de vigilancia.

Lo único que lamentaba era dejar allí a la niña. Había valorado distintas opciones, pero no se atrevía a dejarla al cuidado de nadie por miedo a que se fueran de la lengua y mucho menos a llevarla consigo. A pesar de que la misión no entrañaba peligro alguno, no quería dejar nada al azar y el más mínimo error podría hacer que todo se viniera abajo.

Comenzaba a impacientarse porque el tiempo pasaba muy despacio y decidió ir a vestirse, esperando que las agujas del reloj hubieran avanzado algo a su vuelta. Salió al pasillo y notó como el frío penetraba en sus huesos. A pesar de todo, la edad no perdona, pensó. Aligeró el paso y llegó a una habitación pequeña, al fondo del pasillo, dejando a un lado la cocina, el minúsculo baño con apenas un retrete y una ducha y la habitación grande. Su alcoba tenía una sola cama de poco más de una plaza. Las sábanas estaban revueltas y tampoco el mobiliario ayudaba a dar a aquel cuarto un ambiente armónico. Una mesita de noche con una lamparita, un reloj despertador y decenas de papeles desordenados alrededor. Por lo demás, un armario con la madera ligeramente carcomida, una alfombra verde que sin duda hacía mucho que no había sido lavada, un espejo de cuerpo entero al que le faltaba una esquina y una silla con varios pantalones y jerseys por encima. Las paredes estaban prácticamente vacías a excepción de algún recorte de periódico disperso de algún que otro “triunfo”. Se dirigió al armario y sacó algunas prendas sin dudar demasiado. Volvió al salón y se vistió allí, agradeciendo de nuevo el calor en sus huesos, en los que de nuevo volvió a sentir los años que le pesaban.

Apenas hubo terminado, apagó el fuego de la chimenea y tan sólo la luz de la luna iluminó el salón. Casi era la hora de irse y pensó en la fechoría que iban a cometer esa noche. Nada podría pararle. Después de tantos años, de nuevo un banco. Casi podía sentir la adrenalina corriendo por sus venas. Cogió su abrigo. De repente escuchó ruidos en el pasillo. Se caló el gorro hasta las orejas intentando calmar los escalofríos que ya sentía, incluso sin haber abierto la puerta. Pero la voz, cantarina y chillona, era inconfundible y supo sin lugar a dudas que aquella noche no saldría.

-¡¡¡ABUEEEELOOOO!!! ¡¡¡Tengo mucho fríoooooooooooo!!!