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lunes, 15 de agosto de 2011

Bello


Movió unos milímetros el reloj de madera de arce que había en su mesita de noche. Le gustaba que cada objeto estuviera perfectamente colocado en su lugar. Abrió la parte de la izquierda del enorme armario de la habitación y eligió detenidamente una de las decenas de camisas blancas que poseía. Todas se encontraban colgadas y ordenadas por colores. En la parte inferior, los cajones escondían perfectamente colocados los distintos accesorios y complementos. Escogió unos bóxers, cinturón y pañuelo. Después deslizó un poco la puerta corrediza hasta dejarla a la mitad. En ese otro espacio se encontraban los pantalones, cada uno en una percha prendidos de la parte superior. El orden allí era sin duda intachable. Y en la parte inferior, dispuestos por pares, los zapatos aguardaban su turno de ser escogidos. Cerró su parte del armario, más allá ya estaban las cosas de María y aún no se atrevía a mirar. Se vistió de forma detenida y pulcra sentado en una cómoda banca a los pies de la cama de matrimonio. El gran espejo que tenía delante, en la puerta del gran armario, le permitía controlar cada uno de sus movimientos. Estiró la colcha blanca para que no quedara ni una arruga por el apoyo momentáneo de la ropa y salió al pasillo. Cogió una chaqueta del guardarropa que había allí y bajó las escaleras.
La cocina era una de las partes que más le gustaba de la casa. En forma rectangular, el centro estaba ocupado por una gran encimera de mármol gris con una cocina de tres fuegos. Alrededor había cuatro sillas altas para poder hacer un almuerzo rápido o para desayunar. A un lado, una buena cantidad de armarios escondía cualquier rastro de cacharro o comida, al otro, los electrodomésticos estaban totalmente camuflados. La tercera pared era un fregadero con cuatro griferías y, sobre esto, un gran ventanal al jardín desde el que se podía ver cuando hacía buen tiempo cómo se bañaban los niños.
Preparó el café de cada mañana y, aunque usó la cafetera pequeña como era habitual, le sobró la mitad. Con la taza en las manos se dirigió al salón, al que se accedía por una enorme bóveda que ocupaba casi por completo una de las paredes. Se sentó en uno de los lados de su sofá en forma de L y prendió el televisor. No tardó demasiado, sin embargo, en volver a apagarlo pues todas las noticias eran trágicas y él no quería escuchar nada así en esos momentos.
Las muertes de la televisión eran frías, sórdidas, violentas, sangrientas. Feas. ¿Por qué tenían que ofrecer imágenes tan desagradables de cuerpos mutilados, heridos? Él pensaba que si la “tele” ofreciera contenido más bello, el mundo sería muy diferente. La belleza era su gran obsesión. Trabajaba en un estudio de arquitectura y su labor consistía principalmente en eso, en crear, en decorar de la forma más hermosa posible. ¿Por qué la vida no podría ser así siempre? La naturaleza escondía mucha belleza pero en contrapunto también contenía mucho horror, ¿tan utópico y extraño resultaba querer un mundo que sólo conservara lo estético? Su casa era un reflejo de ese deseo. La había diseñado hacía tres años y todo era exactamente como él deseaba. Había pensado cada detalle, había medido y planificado cada rincón. Allí se había mudado con María, su esposa y allí habían tenido a los mellizos hacía casi dos años y medio. Ellos también eran ejemplo de su anhelo. Qué hermosos, qué lindos eran los tres, quería conservar ese recuerdo siempre.
Acabó el café y se dirigió de nuevo a la cocina por el mismo lugar por el que había venido. Hacía buen tiempo, así que abrió un poco las cristaleras y un viento cálido le golpeó en la cara al tiempo que se paraba unos segundos a disfrutar de las preciosas vistas. A lo lejos, las montañas ya habían perdido toda la nieve peso nada de su encanto, un poco más cerca, el pequeño pueblecito con sus tejados en forma de V al revés y luego, el gran jardín con piscina y la terraza con sus mesas y sillones. Posó la taza en el fregadero sin pararse a limpiarla. Debía irse o llegaría tarde. Pero antes de marcharse, decidió echar un último vistazo a su reciente obra de arte. La nevera estaba cubierta por una de esas puertas correderas de madera que tuvo que descorrer primero. Después la abrió suavemente y sonrió. Los tres estaban allí. Para siempre. Tan perfectos.

9 comentarios:

  1. Tengo el placer de haber sido el primero en leerte? O sólo el primero en comentar?, en todo caso un buen relato para empezar esta mañanita. Ya se sabe que el madrugar siempre aporta algo, las más de las veces algo de sueño, sobre todo para ir a trabajar, pero en este caso que es por voluntad propia, el alba me ha traído tu perverso texto. Bravo.
    Saludos

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  2. Gracias, Ferrán, no sé por qué estoy tan asesina últimamente jeje. Saludos

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  3. Ya casi me da miedo entrar en tu blog porque estás un tanto...¿macabra? últimamente.Pero me gustaaaa...!!!

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  4. ¡Muy bueno Mayte! ¿Estás mutando de "simple" periodista a exploradora del lado oscuro del alma humana? ¡Me gusta! puedes salir ganando con el cambio, y, por la cuenta que me trae, los que te leemos, también ;)

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  5. Mamá, es que no se puede controlar a las musas, si les da por ahí, les da por ahí...

    Carmen!! Pues sí, debo de estar mutando por eso de no ejercer jajaja. Me alegro de que te guste, viniendo de una futura best seller vale mucho. Cuando seas famosa diré que yo te conocí en un curso de la URJC :D

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  6. Buen texto Mayte! Aire fresco para mis ojos conocer tu Blog.

    Antonio

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  7. Gracias Antonio, me alegro de leerte :)

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  8. Hola, Mayte, llegué de la mano de Sara Lew, pero me quedo por decisión propia, pues me pareció un blog magnífico.
    Te sigo.
    Si tienes ganas, te dejo el link de mi blog para que lo visites.
    Un abrazo desde Argentina.

    www.humbertodib.blogspot.com

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  9. Por supuesto que te visito. Gracias por los alagos. Un saludo que pase el oceano.

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